Sección 33, El Canto de mi Mismo

Prefacio

Prólogo
Sección 33

En la sección 15 experimentamos un aparentemente interminable “catálogo” de imágenes, pero en comparación esta sección 33 hace que tal catálogo quede pequeño.  En ésta, por mucho la sección más larga del “Canto de mí mismo”, Whitman nos recuerda ahora cómo, para él, el mundo era una especie de base de datos pre-eléctrica. Sus cuadernos anteriores y notas estaban llenos de listas de particularidades –vistas y sonidos y nombres y actividades- que cuidadosamente ingresa en su registro personal en alguno de esos cuadernos tempranos; se impone a sí mismo. “Data, totalmente exhaustiva y a ser buscada como cualquiera lo haría hasta en los detalles y la información total”.  Él era un practicante pionero de un género con el que ahora estamos más y más familiarizados: la base de datos en sí. Conforme vamos leyendo este catálogo, podemos comprobar cómo indica e imita una base de datos interminable, y cómo sugiere un proceso que puede continuar de por vida. Estos versos de manantial aluden a lo gigantesco de la base de datos que puede contener todas nuestras miradas y lo que oímos y tocamos, cada una de estas experiencias puede ser alistada como un verso distinto en el poema. “El canto de mí mismo” continúa cambiando de momentos de narración a momentos que llamaríamos de procesamiento de datos. En esta sección encontramos páginas enteras con entradas de datos que hacia el final van más despacio cuando el encuadre narrativo comienza a hacerse cargo del texto, pero, a través del “Canto de mí mismo”, podemos siempre sentir los ritmos rebeldes de este catálogo sensorial que nunca acaba, que incorpora los detalles del mundo como si ellos fluyeran sin parar hacia los sentidos abiertos y receptivos del poeta (y nuestros).  

Al comenzar su catálogo, Whitman retrata su viaje imaginativo como el vuelo de un globo. “Mis ataduras y lastres me dejan”. Se eleva sobre la tierra y consigue vistas vastas. A medida que su visión se amplía, siente que su cuerpo ha llegado a ser tan grande como las distancias que cubre su imaginación. Sus

“codos se apoyan sobre las quebradas del mar” y  “las palmas de sus manos abarcan continentes” –como si estuviese llevando a cabo un tipo de examen frenológico de la tierra, examinando sus contornos como si un frenólogo recorriese con las palmas de sus manos el cráneo de un paciente para determinar el carácter de esa persona. (Whitman se sentía orgulloso de las robustas cualidades de lo que su propio examen frenológico había revelado justo antes de que escribiera su poema). “Estoy en camino con mi visión”, anuncia Whitman, en una frase maravillosa que insiste en la necesidad del cuerpo entero –desde los ojos hasta los pies- de tomar parte en esta interpretación de sí mismo y del mundo. Los pocos verbos del poeta –generalmente gerundios como “acarreando”, “caminando” o “acercándose”- cada uno de ellos genera un muestrario extenso de objetos, eventos, y paisajes, capturados en las anáforas que ruedan con “sobre”, “donde”, “en” y “a través”.  Sus descripciones usan el artículo definido “el” en vez del indefinido “un”, así contemplamos el “sinsonte”, “la mujer casera como el guapo”, “la cama del hospital” –y el artículo definido parece nombrar tanto a un pájaro o mujer o cama específica como también a la version abstracta o genérica de estas cosas: esta mujer casera son todas las mujeres caseras, esta cama de hospital son todas las camas de hospital. Estamos al mismo tiempo en un lugar y en todos los lugares, en un presente instantáneo que es también un presente sin tiempo en desarrollo.

Whitman aquí reconoce el poder y admite el riesgo de su visión poética: él va a volar “por donde volaron las fluidas almas ya extintas y camino más abajo de la senda” a través y dentro de todo lo que encuentre y consumiéndolo con su imaginación voraz, pero también va a anclar “mi barco un instante nada más”, nunca deteniéndose más que un momento en una cosa. El alma whitmaniana está siempre viajando en un camino abierto, navegando un mar abierto, y el pausar por un tiempo con alguien o algo es peligroso, porque un afecto duradero e ilimitado por una cosa suprime la habilidad de amar democrática e indiscriminadamente. De manera que él se convierte en el “libre enamorado” capaz de amar a todos igual y rápidamente mientras su alma flúida recorre la vastedad del mundo.

Hacia el final del catálogo, la muerte y el sufrimiento y el dolor comienzan a posesionarse, al compenetrarse esta alma viajera con la tortura que sienten aquellos cercanos a la muerte, a la sentida por los mártires, a la sentida por los “esclavos acosados”, “el bombero con el pecho hundido bajo los escombros”, “el soldado moribundo”. “Cambio de agonías como de vestimentas”, dice el poeta. “No pregunto al herido qué es lo que siente, yo mismo me convierto en el herido”. Esta sección que comenzó con una acogida tan optimista del mundo continuamente cambiante, acaba con los comienzos tartamudeados de narrativas oscuras de muerte, dolor y pérdida. El acoger a todo no es –ni puede ser- fácil o confortable. 

—EF (Traducción L. A. Ambroggio)

¡Espacio y Tiempo! Ahora veo que es verdad lo que yo adivinaba;
Lo que yo adivinaba holganzeando en la hierba;
Lo que yo adivinaba mientras estaba solo, tumbado en mi cama,
Y otra vez vagando por la playa bajo las estrellas palideciendes en la aurora.

Mis ataduras y lastres me dejan; mis codos se apoyan sobre las quebradas del mar,
Paso alrededor de las sierras; las palmas de mis manos abarcan continentes;
Estoy de camino con mi visión.

Junto a las grandes casas cúbicas de la ciudad--por las cabañas de troncos, me albergo con los leñadores del bosque;
Por las rudadas del camino de portazgo; a lo largo del polvoriento barranco y del seco lecho del arroyo,
Desbrozando mi pegujal de cebollas o cavando las zanahorias y las chiribías de mi huerta; cruzando sabanas, rastreando por el bosque;
Buscando el mineral y el oro de la tierra; sacando los árboles de un nuevo terreno;
Mis tobillos abrasados, hundidos en la arena caliente; arrastrando mi bote por el río poco profundo,
Por donde va y viene la pantera acechando en la rama de un árbol; por donde el gamo se vuelve furioso contra el cazador;
Por donde la serpiente de cascabel calienta bajo el sol su gorda longitud sobre una roca; por donde la nutria se alimenta de pececillos,
Por donde duerme el caimán, con su piel granulada, por la pantana;
Por donde el oso negro busca las raíces o la miel; por donde el castor acaricia el lodo con su cola en forma de pala,
Sobre el creciente azúcar; sobre los plantíos de algodón de flores amarillas; sobre el arroz en su bajo campo húmedo;
Sobre la granja de techo puntiagudo, con su capa festoneada y sus vástigos estrechos desde los canalones;
Sobre el dióspiro del oeste; sobre el maiz de hojas largas; sobre las finas flores azulencas del lino;
Sobre el blanco y moreno alforfón, un zumbador allá con los otros;
Sobre los campos de centeno verde oscuro, rizado y asombrado por el viento;
Escalando montañas, ascendiendo cauteloso, agarrando a los bajos arbustos escabrosos;
Andando el sendero por la hierba y por las hojas del monte;
Donde silba la codorniz entre el bosque y el campo de trigo; 
Donde el murciélago vuela en el crepúsculo del pleno verano; donde el dorado escarabaje grande desciende por la oscuridad;
Donde el arroyo surge de las raíces del viejo árbol y corre hasta el prado;
Donde reposan los reses y ahuyentan a las moscas con tremulosas vibraciones de sus pieles;
Donde está colgada la estopilla en la cocina; donde los morillos se dislocan sobre la losa del fogón; donde caen en festones las telarañas desde las vigas requemadas;
Donde rechinan los martinetes; donde las prensas hacen girar sus cilindros;
Dondequiera que el corazón del hombre late, con angustia terrible, contra las costillas,
Donde el globo ingrávido y periforme flota arriba (dentro voy yo mirando tranquilamente hacia abajo);
Donde el carro de la vida puede despeñarse; donde el fuego incuba los verduscos huevos en la arena removida;
Donde la hembra de la ballena nada con su cría al lado, sin jamás abandonarla;
Donde el barco de vapor despliega su largo y negro penacho de humo;
Donde la aleta del tiburón corta la agua como una viruta negra;
Donde el bergantín medio quemado es arrastrado por ignotas corrientes,
Donde crecen las lampreas en su viscosa cubierta, donde se pudren los cadáveres abajo;
Donde la bandera de numerosas estrellas flamea a la cabeza de los regimentos;
Acercándome a Manhattan por la estrecha lengua de la isla;
Bajo del Niágara, la catarata caendo como un velo ante mi rostro;
En el umbral de una puerta, en el bloque de dura madera que está afuera;
En la carrera de caballos, o gozando de un picnic o una jiga o un gran partido de beisból;
Asistiendo a fiestas masculinos, con burlas de villanos, la licencia de la ironía, bailes de toro, bebiendo, riendo;
En el lagar de la sidra, probando la melosa pulpa pardusca, chupando con una paja el jugo fermentado;
En la cosecha de manzanas, queriendo besos cada vez que encuentro fruta colorada;
Pasando revista de tropas, holgando en la playa, ayundando a amigables reuniones de vecinos, desgranando maíz, construyendo una casa;
Aquí estoy, escuchando el gorjeo del sinsonte, sus gritos, su alboroto, su llanto;
Aquí estoy, en el corral, donde hacinan el heno y esparcen el orujo;
Donde la vaca preñada espera recogida, donde el toro acomete para hacer su trabajo de macho;
Donde el caballo monta a la yegua y el gallo cubre a las gallinas;
Donde las sombras del crepúsculo se alargan sobre la pradera inmensa y solitaria;
Donde los búfalos, en infinitas manadas que cubren millas y millas cuadradas, avanzan lentamente;
Donde el policromo colibrí resplandece, donde el cuello del cisne longevo se curva y se enreda;
Donde perdices de pecho irisado empollan bajo tierra con la cabeza fuera;
Aquí estoy, en la puerta del cementerio, bajo cuyo arco pasan los fúnebres cortejos;
Aquí estoy, en la banca estepa de la nieve y entre el cárambano de los bosques, oyendo aullar a los lobos;
Al margen del pantano, donde la garza de cresta amarillenta nocturnamente viene a nutrirse de cangrejos;
Aquí estoy, mirando toda la mañana, con la nariz aplastada en los cristales, los escaparates del Broadway,
Y vagando todas las tardes por las callejuelas solitarias,
Junto a la cama del hospital, alargándole la limnada al enfermo afiebrado;
Junto al féretro, observando silenciosamente al muerto, bajo la luz de los cirios;
Aquí voy, entre dos amigos a quienes llevo abrazados por la cintura,
Observando las pisadas de los animales y las huellas del mocasín;
Llego a todos los puertos de negocios o de aventuras;
Me lanzo iracundo contra el que odio, decididio a clavarle mi cuchillo;
Paseo a medianoche por mi patio, sin pensar en nada;
Recorro las antiguas colinas de Judea, junto al dulce y hermoso Galileo;
Me precipito en los espacios, a través de los cielos y de los astros;
Aquí voy, rodando entre los siete satélites del sol, el amplio anillo de Saturno y sobre un diámetro de ocho mil millas;
Aquí voy, huyendo con los meteoros y lanzando bolas de fuego como ellos;
Aquí voy, transportando al niño en gestación que lleva entera a su propia madre en las entrañas;
Aquí estoy, bramando, gritando, proyectando, adorando, precaviendo, reculando y volviendo a mi lugar, apareciendo y desapareciendo;
Aquí estoy, por aquí voy; todos estos caminos los huello día y noche sin cesar.

Visito los huertos de las esferas siderales y contemplo su fruto;
Contemplo milenios y milenios ya maduros, y milenios verdes todavía.

Vuelo por donde volaron las fluidas almas ya extintas y camino más abajo de la senda;
Entro en lo material y en lo inmaterial;
Ningún guardián puede cerrarme el paso y ninguna ley retenerme.

Anclo mi barco un instante nada más,
Y mis heraldos van y vienen sin descanso para enterarme de todo.

Voy en busca de pieles y cazo la foca;
Salto abismos con una garrocha de punta ferrada y, colgado de una cuerda, desciendo desde el picacho.

Al anochecer, subo al trinquete, relevo la guardia que vela en el nido del cuervo.
Navegamos por el mar ártico, hay luz suficiente para orientarnos,
A través de la atmósfera traslúcida mi vista abarca la prodigiosa belleza que me rodea,
Pasan ante mis ojos enormes moles de hielo, el paisaje es visible en todas las direcciones,
En la lejanía se destacan las cumbres blanquísimas de las montañas; hacia ellas peregrinan los caprichos de mi imaginación;
Nos acercamos a un gran campo de batalla en el cual pronto tendremos que combatir,
Pasamos ante las colosales vanguardias del ejército, pasamos prudentemente en silencio;
O bien, avanzamos por las avenidas de alguna gran ciudad en ruinas,
Los bloques de piedra y los derruídos monumentos sobrepujan todas las capitales vivientes de la tierra.

Soy un libre enamorado, acampo junto a la hoguera que alegra el vivac del conquistador,
Arrojo del lecho al marido y ocupo su puesto al lado de la esposa.
Toda la noche la oprimo ardientemente entre mis muslos y mis labios.

Mi voz es la voz de la esposa;
Suben gritos por el barandal de la escalera; vienen a buscar mi cuerpo de hombre goteante y ahogado.

Comprendo el vasto corazón de los héroes,
El coraje moderno y los corajes pretéritos;
Este es el patrón de una lancha--¡Miradlo!
Cuando descrubrió aquel pailebot a la deriva, sin gobierno en la tormenta, a punto de ser cazado por la muerte, se pegó a su costado y fielmente lo siguió tres días y tres noches sin ceder una pulgada;
Escribió con tiza, en grandes letras, sobre un tablón,
Estas palabras: <<¡Animo, no os abandonaremos!>>
Lo salvó; Aún veo a las mujeres esqueléticas, con sus ropas holgadas, descender como espectros que emergen de las tumbas;
Los mudos y envejecidos rostros de los niños
Y a los hombres de labios afilados y mejillas sin rasurar;
Todo esto lo veo, lo gusto, lo trago, lo asimilo, o incorporo a mí,
Porque yo fui el hombre; yo sufrí; allí estuve.

El desdén y la calma de los mártires,
La madre de antaño condenada por bruja y quemada sobre haces de leña seca, a la vista de sus hijos,
El esclavo, perseguido como una presa, que cae en mitad de su fuga, todo tembloroso y sudando sangre,
Las municiones asesinas que la asatean como agujas las piernas y el cuello,
Todo eso lo siento o lo soy.

Yo soy el esclavo acosado por la jauría;
Me duelen los mordiscos, y a patadas me defiendo de los perros;
Mirad mi tormento; oigo el chasquido de los fusiles; me pego a las alambradas de la valla;
Sangran mis heridas (el sudor ablanda mi piel y facilita la hemorragia)
Y caigo sobre las piedras y la hierba;
Los jinetes que me persigues epolean los caballos;
Se acercan, escucho blasfemias y denuestos;
Y los golpes iracundos del látigo caen sobre mis espaldas y mi cráneo.

Cambio de agonías como de vestimentas.
No pregunto al herido qué es lo que siente, yo mismo me convierto en el herido,
Sus llagas se ponen lívidas en mi cuerpo, mientras lo observo apoyando en mi bastón.

Soy el bombero con el pecho hundido bajo los escombros,
Los muros al derrumbarse me han cubierto por completo;
Respiro humo y fuego, oigo los angustiosos rugidos de mis camaradas,
Oigo el chocar lejano de sus picas y de sus palas,
Ya llegan hasta mi encierro, y me levantan suavemente.
 
Estoy extendido en el suelo con mi camisa roja, todos callan a mi alrededor,
No sufro ni me desespero a pesar de mi agotamiento,
Bellos y blancos son los rostros que me rodean (las cabezas libres de casco),
El grupo arrodillado se desvanece con la luz de las antorchas.

Lo lejano y los muertos resucitan;
Están ahí como la esfera del reloj; mis manos son las manecillas, yo mismo soy el reloj.

Soy el viejo artillero y afallecido; cuento el bombardeo de mi fortaleza;
De nuevo estoy allí.

Oigo de nuevo el redoble de los tambores, el stampido del cañón y de los morteros y el cañón enemigo que responde.

Lo escucho todo: el estrépito general, los gritos, las blasfemias, los aplausos al disparo certero;
Lo veo todo: la ambulancia que pasa lentamente, dejando una huella de sangre;
Los diligentes zapadores, reparando las brechas;
La caída de la granada por el boquete del tejado;
La explosión en forma de abanico, piedras, vigas, trozos de metralla, descuartizados cuerpos que silbando pasan por el aire;

De nuevo veo la boca ensangrentada del general moribundo que furiosamenta agita una mano;
Balbucea por entre los coágulos de sangre: <<No os preocupéis por mí… defended… la trinchera.>>

 

Afterword

Epílogo

Isla de la Prudencia, Bahía de Narragansett.  Después de semanas de lluvia, sale el sol, y mi primo me guía a través del bosque, a lo largo de una pared de piedra edificada hace casi cuatro siglos por nuestro primer antepasado, Roger Williams. Era un teólogo cuya cruzada por la libertad de conciencia transformó a América: desterrado de la colonia de la Bahía de Massachusetts por su opinión de que el Gobierno debe estar separado de la Religión, pasó el invierno de 1936 en la selva y luego se asentó en lo que llegaría a ser el estado más pequeño del país, Rhode Island, para emprender el experimento de vivir en libertad, según los dictámenes de la conciencia individual, que incluían ilegalizar la esclavitud, acoger a personas de diferentes creencias, y predicar a los Americanos Nativos en su propio idioma. En un viaje por mar a Londres para asegurar una patente para este país, escribió un libro muy aclamado, Una clave para el idioma de América, un compendio de costumbres indígenas, palabras y frases, que presumían que los habitantes originales de la tierra eran iguales que los colonizadores. William tenía el don de los idiomas, y sabía que todo intercambio verdadero comienza con escuchar. Por lo tanto escuchaba a sus vecinos cuyo complicado sistema social y conocimiento íntimo de sus alrededores ofrecía un modelo para una relación sostenible entre personas, lugares y cosas –un modelo que aparece nuevamente, en una forma muy diferente, en “Canto de mí mismo”. 

Yo llevo conmigo una edición de bolsillo de Hojas de Hierba mientras sigo a mi primo sobre árboles caídos y en una subida, donde la arena apilada ha cubierto la pared; se me ocurre que tengo en mis manos otra de las claves del idioma de América. Whitman celebra la verdadera riqueza de la tierra con las imágenes, inflexiones y sonidos catalogados en la sección 33, la más larga del poema... “Estoy en camino con mi visión”, dice. Y lo que internaliza, “dondequiera que el corazón del hombre late, con angustia terrible, contra las costillas”, son emblemas de la diversidad del mundo –pantera y serpiente de cascabel, maíz y lino, montañas de cima blanca y los despojos de un barco de vapor, un viejo artillero, un general moribundo.  La esencia de la fe es ver lo invisible a través de lo visible, que William pensó que florecería solamente libre de la intervención gubernamental (de allí que el sistema político que concibió se basó en el mandato bíblico de distinguir lo que se le daba al César y lo que se le debe a Dios). También es central en la determinación de Whitman de honrar a cada uno –nativo y extranjero, viejo y nuevo. “Yo participo”, declara, “Yo veo y escucho todo” –un orden cultural en proceso de ser, cuyos delineamientos mi antepasado pudo haber vislumbrado en las selvas del Nuevo Mundo. Ahora mi sobrino se vuelve hacia mí, radiante.

—CM (Traducción L. A. Ambroggio)

Question

Pregunta 

En esta sección Whitman registra la salida de los pasajeros y la tripulación del naufragio que tuvo lugar en el año 1853 en la costa de Nueva York cuando un barco fue atrapado por un vendaval huracanado y se suponía que todos a bordo habían muerto. Whitman describe el terror que sufrieron los sobrevivientes y luego concluye: “Todo esto lo veo, lo gusto, lo trago, lo asimilo, o incorporo a mí, / Yo fui el hombre; yo sufrí; allí estuve”.  El poeta del siglo XX James Wright llamó a este verso final “uno de los versos más nobles de la poesía alguna vez escrita”.  ¿Estás de acuerdo? ¿Es el verso una expresión de la habilidad del poeta para simpatizar plenamente con el sufrimiento de los otros, o es que la rapidez o facilidad con que el poeta absorbe el sufrimiento revela un tipo de informalidad que socaba la empatía y permite al poeta moverse rápidamente  a la aceptación de otras experiencias?

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